Un rostro humano para la universidad

     En los pasados debates sostenidos a propósito de la nueva ley de Educación Superior se planteaba la necesidad de autotransformación de las universidades. Hoy, debemos reconocer que detrás del frío texto de ley subyace una realidad de fondo que permea toda la estructura universitaria y deja claro que estas instituciones no cambian por sí solas. Es menester, entonces, asumir una visión compartida que trascienda la simplicidad de un diagnóstico para abocarse, con éxito, a la deconstrucción y reconstrucción de las políticas universitarias. Sólo así se logrará realizar una verdadera evaluación en aras de alcanzar la nueva universidad que el país necesita.

     Ahora el reto que tenemos por delante, los actores sociales que hacemos vida activa dentro de la universidad, es hacer intervenciones que muevan el contexto de la transformación curricular. En este sentido, se busca la construcción en colectivo del nuevo currículo, en lo que respecta a las competencias generales y específicas del perfil de ingreso y egreso de los estudiantes. Es así como se concibe el currículo como espacio público y en construcción; abierto a todas las corrientes del pensamiento por lo que podemos hablar, perfectamente, de un desarrollo con rostro humano (UNESCO, 1998) con una perspectiva más amplia y más propia de la sociedad.

     Al respecto, el proceso de transformación curricular que se adelanta, particularmente en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL), reconoce la investigación como el centro de la máxima producción que permite repensar la universidad en forma global. En esta dirección, la investigación debe ser entendida como una actividad integrada e integradora en interacción permanente con las funciones de docencia y de extensión, motivada por fines tanto académicos como de servicio social.

     En atención a lo expuesto, el currículo para la creación de los diseños y rediseños de cada uno de los subprogramas de posgrado en la UPEL amerita ser asumido desde dos vertientes, es decir, la investigación como estamento fundamental y su encuadre dentro del enfoque por competencias. Éstas a diferencia de los contenidos, son la expresión de lo que el participante requiere en función de las necesidades de su entorno.

     La trasformación que se pretende conlleva un cambio en la forma como docentes y estudiantes asumen la investigación. Dentro de este contexto se prioriza la necesidad de que en la universidad se forme el capital humano en cuanto a tareas de investigación, producción del conocimiento, responsabilidad social y compromiso de sus actores con el medio donde desarrollan sus productos investigativos. De acuerdo con esto, las competencias investigativas en las maestrías, específicamente, impulsarán los procesos que conduzcan a formular problemas y soluciones con carácter y sentido transdisciplinarios mediante la argumentación académica, por lo que la capacidad crítica, analítica reflexiva y constructiva constituyen bases fundamentales de estas competencias.

     En esa misma dirección, se favorecerá la construcción del conocimiento a partir de interrogantes significativas que coadyuven a presentar proyectos de investigación de alto nivel ya sea por el impacto que potencialmente puedan producir en la resolución de problemas en el área respectiva, porque a través de sus resultados se aumenta el caudal del conocimiento establecido o porque generan nuevas preguntas de investigación. Indiferentemente del subprograma, la investigación se consolida como plataforma de la transformación curricular de la UPEL (Esteves, 2010).

     Para culminar, es preciso internalizar que una verdadera transformación curricular trae aparejado un cambio de actitud en quienes formamos. Por ello, tanto docentes como tutores debemos mostrarnos como ejemplo por nuestro trabajo investigativo. Si bien es cierto que la docencia y la investigación son quehaceres diferenciados que requieren competencias distintas y demandan tiempo específico, no es menos cierto que una no excluye a la otra, antes por el contrario, pueden complementarse para lograr la formación de un docente-investigador.

El lado oscuro de la ciencia

     El hombre es el agente de la investigación científica, pero a veces, en su naturaleza biológica constituye el objeto de la investigación. Esta afirmación hecha por el Papa Benedicto XVI a propósito del trabajo que actualmente desarrollan los científicos con células madre embrionarias, impugna el discurso de aquellos que abogan por la investigación con dichas células con la esperanza de abrir nuevas posibilidades para la curación de enfermedades degenerativas crónicas.

     La impugnación a la que hago referencia se fundamenta, según el pontífice, en el hecho de negar el derecho inalienable a la vida de toda la especie humana desde la concepción hasta la muerte natural. De acuerdo con este planteamiento, la obtención de células madre implica la destrucción de los embriones que se utilizan con fines experimentales y potencialmente terapéuticos. Tal situación me induce a reflexionar sobre una cuestión de fondo, polémica y hasta controversial como lo es la neutralidad o la ética tan cuestionada de la ciencia.

     Reconozco, por otra parte, que la línea de la ética toca muy de cerca a la de la ciencia; es esta última ¿buena o mala? La respuesta probablemente pueda encontrarse en la distinción que hagamos entre ciencia como conocimiento, como búsqueda del conocimiento o ciencia como actividad social. A mi modo de ver, los dos primeros escenarios estarían caracterizados por su naturaleza libre de valores. El tercero, en cambio, se avizora en estrecho vínculo con las prioridades discrecionales de un grupo social en particular, en cuyo caso sería perfectamente admisible hablar de responsabilidad en lugar de neutralidad.

     Así las cosas, estaríamos en presencia de una especie de política científica que identifica el conocimiento con el poder. Aun así, creo importante admitir que al menos, en algún grado, la ciencia ha ocupado los predios que antiguamente dominaba la religión. La misma coexiste, mórbidamente, con la ciencia en la actualidad al punto de generar serios conflictos como el referido al inicio del presente texto.

     No obstante, vale la pena preguntarse ¿puede la iglesia responsabilizar a la ciencia o a la comunidad científica por los excesos cometidos a raíz de un descubrimiento científico?, ¿fue acaso Einstein responsable por la ejecución práctica de sus observaciones teóricas que derivó posteriormente en la bomba atómica? En caso de que la respuesta fuera sí, toda demanda de neutralidad se me antoja imposible de justificar. En este sentido, creo que la ciencia aplicada, a diferencia de la ciencia per se, no es neutral. En todo caso, la ciencia puede incidir en el sistema de valores de una sociedad, pero en sí misma y por sí misma no genera valores en vista de que la investigación científica discierne lo que es (hechos) y no está determinada por lo que debe ser (valores).

     A esta altura del texto prefiero, en parte, cederle la palabra al gran filosofo Edgar Morín. Al hilo de sus consideraciones; ha llegado el momento de tomar consciencia de que una ciencia carente de reflexión y una filosofía puramente especulativa son insuficientes. En tal sentido, el prenombrado autor afirma que él defiende la ciencia combatiéndola, pero paradójicamente, ¿en qué consiste tal combate? Simple, en una impugnación ética a los posibles desastres de la aplicación de la ciencia.

     Ahora dejaré hablar a la otra parte aludida en este escrito; la iglesia. No hacerlo sería privarlo de la contundencia que pretendo para aclarar, en cierto modo, el lado oscuro de la ciencia. En 1979, en su discurso ante la Sociedad Europea de Física, Juan Pablo II sostenía: “Si se respetan los ámbitos propios de la fe y la ciencia, no puede haber oposición entre ambas porque la fe no puede ofrecer soluciones a la investigación científica como tal, pero da ánimos para que el científico prosiga con su investigación, siendo consciente de que en la naturaleza se puede encontrar la presencia del creador”.

     Desde esta perspectiva, creo posible el diálogo impostergable entre ciencia y fe, ética y mundo. Un diálogo cimentado obviamente en la convicción de que todos tenemos algo que decir; sobre un terreno neutral donde lo más importante no sean las fronteras, sino el hecho de no desandar caminos andados. Esto es posible aunque tengamos que reconocer, lamentablemente, que los intereses cambian más rápidamente que los valores (Wagensberg, 2003). Tal vez una postura humanista serviría de epílogo para rematar el tema pues ya lo decía Bunge (1997) que un humanismo sin ciencia y neutral es inoperante; una ciencia sin humanismo es peligrosa.

 
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